Francisco Cifuentes
La globalización de la justicia es otra de las aristas de las relaciones internacionales que se están desarrollando en el presente milenio. La Corte Penal Internacional es la materialización del sueño de los supranacionalistas de la justicia que pretenden sancionar a los responsables de graves crímenes como son los delitos de lesa humanidad y el genocidio, cometidos por delincuentes en Estados con sistemas judiciales deficientes o por los mismos agentes de esos gobiernos y a quienes era difícil o imposible de imponerles alguna sanción penal en el ámbito territorial de los propios países.
En esencia la adhesión al Estatuto de la Corte Penal Internacional por los Estados es una sesión de la soberanía jurídica para que esta juzgue con competencia territorial internacional, sin límites de prescripción temporal, con sistemas procesales y condenatorios autónomos a los ciudadanos responsables de estos crímenes.
Las razones por las que Colombia decidió suscribir el Estatuto de la Corte no las conozco, podría especularse que se debió a un esfuerzo adicional para forzar a los grupos subversivos de negociar la paz ante la amenaza de un poder judicial extranjero con competencia para juzgarlos sin las restricciones territoriales ni temporales. Pero, para mí, fue un acto de ceguera de los dirigentes políticos y de los altos magistrados judiciales que no estudiaron en detalle sobre la magnitud e irreversibilidad del compromiso y lo inútil en términos prácticos que significaba la eventual captura y el juzgamiento de unas pocas personas responsables de estos crímenes que se movilizaban, y se movilizan, impunemente en el exterior. Un senador (Darío Martínez), con razón, dijo durante los debates que con la aprobación del Estatuto y su incorporación en ordenamiento constitucional “se estaban echando al mar” las llaves de la paz en Colombia.
Tardíamente en un acto de ingenuidad diplomática o de ignorancia jurídica, el gobierno anterior se acogió a una salvaguarda del Estatuto que permitía proteger a los nacionales de la competencia de la Corte para los crímenes de guerra, por los próximos seis años, pretendiendo dejar así abierta las puertas a una hipotética negociación con los grupos subversivos y crear un espacio para con ellos aunque siguieran cometiendo tropelías como las de Bojayá, o La Gabarra. Pero es obvio, aun para el más tonto de los jueces, que estos no son actos de guerra; no lo consideraron así los doctos asesores jurídicos de la Presidencia de ese entonces y los del equipo de transición del candidato electo que entraría a ejercer sus funciones en la semana siguiente.
El poder omnímodo de la Corte si lo percibió el gobierno norteamericano que se abstuvo de suscribir el Estatuto, a pesar se haber sido su promotor en los comienzos, cuando intuyó que la Corte podría utilizarse como otra herramienta de lucha contra “el imperialismo” y que aún sus presidentes y generales podrían ser capturados en territorio extranjero sin tener el Estado elementos de defensa suficientes para lograr la repatriación de sus nacionales y un juzgamiento acorde con su estatus y leyes internas.
Era de esperarse que el inició de la Corte fuera paquidérmico pues se requería para su cabal funcionamiento, que se despejaran las luchas burocráticas por las cuotas del poder, especialmente con los atractivos gajes diplomáticos de los cargos y la inmunidad absoluta durante el término de la elección (9 años), pero una vez superados estos procedimientos era obvio que la nueva burocracia internacional empezaría a hacer sentir el peso de su autoridad no propiamente sobre los criminales, sino sobre los gobiernos y Colombia por las características del conflicto, la sagacidad de los opositores y el temor reverencial que tienen los funcionarios del gobierno a los burócratas internacionales era “una poma” para demostrar que si estaban actuando con severidad, celeridad y eficiencia.
Es así, como el gobierno colombiano tiene la primera conminación del Fiscal de la Corte para aclarar todos los crímenes de competencia de la Corte, el listado se contabiliza por miles, cometidos desde el momento en que esta entró en funcionamiento (noviembre de 2002) o de lo contrario entrará a conocerlos ella misma.
Este primer gruñido del Fiscal de la Corte, parece cogió por sorpresa a muchos funcionarios, congresistas y periodistas, pero como es habitual se distraen en las ramas y no consideran que ya se están dando los pasos de lo que será un perfeccionamiento de la tiranía de los jueces, cuando en la carta conminatoria se dice:
“La Fiscalía está al tanto de los tantos anteproyectos de ley que han sido discutidos recientemente y se refieren a la creación de medidas para investigar y castigar a los líderes de grupos ilegales que hayan cometido crímenes graves. Tales iniciativas son claramente de gran interés para la Fiscalía y le agradecería, por tanto, que me mantuviera informado de los avances en este respecto.”
En mi lectura del Estatuto no aparece en ninguna de las competencias del Fiscal el mantener “interés” de estar informado sobre las legislaciones internas de Estados y menos el pedir el estado de cuentas sobre los avances legislativos.
Cantinflescamente el embajador colombiano ante la Corte ha pretendido zafarse del nudo por orejas, diciendo que en los cargos contemplados sobre la situación colombiana “hay de todo como en botica”, cuando precisamente por haber de todo es que pueden pincharle el culo –ahora con la legión de periodistas españolas en los medios de comunicaciónno es palabra grosera– al gobierno y sino es por una, será por otra, porque el Fiscal puede agredir con el gran surtido de lo que tiene. Felizmente en su carta menciona en cuarto lugar como responsables a “oficiales de la Fuerza Pública colombiana”. Pero puede que en la práctica sea más rentable para las relaciones públicas de la Corte empapelar a estos oficiales y sentar precedentes ejemplarizantes con ellos, pues solo le basta requerirlos al gobierno para juzgarlos en sus salas de juzgamiento, que ponerse a judicializar a evasivos y poderosos narcotraficantes guerrilleros que solo representarán para la Corte mala prensa en los medios de comunicaciones liberales europeos que, creo, son todos.